- TXT: Loreto Oda
- IMG: Retrato: Pata Espic – Interiores: HuaweiMate10Pro
Martes 23 de enero de 2018. 13 horas. Marcelo Cicali se toma una copa de vino. Con una sonrisa en los labios, qué duda cabe. Al contrario de lo que se podría pensar, no se encuentra en el Liguria de Lastarria, su nuevo local –que se suma a los otros tres del mismo nombre ubicados en Santiago de Chile– que en este mismo momento abre sus puertas por primera vez al público, luego de siete años de espera y de trabajo. De mucho trabajo. Marcelo, uno de los dos socios de este proyecto –el otro es Juan Pablo, su hermano–, está muy lejos de allí. No porque no le importe, sino todo lo contrario: cree que es buena idea sacar el fantasma del jefe en un día tan importante como éste. “No vine, porque a veces el dueño pone una presión indebida a sus trabajadores y distrae a los clientes. Siento que esa figura entorpece el normal funcionamiento, opaca las decisiones y genera un anticuerpo. Tenemos un equipo muy bueno, en el que confío plenamente. Creo que uno de los problemas de los dueños de restaurantes es que imponen su figura y no delegan. Hay que dejar que los restaurantes tengan vida propia con sus clientes y trabajadores. Por cierto, el dueño tiene que estar y habitarlo también, pero a mí no me gusta estar en el salón. Ahí deben estar los que mandan en el trabajo”, confiesa, mientras mira profundamente con sus ojos azules y se acomoda su clásico sombrero, ese que, según él mismo afirma, no se quita ni para dormir.
Por eso, tras dos semanas de la apertura, Marcelo aún no ha disfrutado de su nuevo proyecto junto a un plato de comida y una copa. Cuando está, se le suele ver en el último piso, donde se ubican las oficinas. Luego baja y se va. “No me vas a creer, pero en los salones todavía no almuerzo ni me emborracho. Cuando me emborrache, te llamo”, dice, entre risas, este empresario gastronómico que, un 10 de agosto de 1990, a los 22 años recién cumplidos, abrió en Tobalaba con Providencia
el primer Liguria, con un menú de sólo cinco platos: conejo, arrollado, plateada, mechada y cazuela.
¿Su rincón favorito en el nuevo local? Todavía no lo conoce, porque aún le falta habitar más esta casona neoclásica de 1905, que fue cómplice de momentos históricos que Marcelo detalla: la primera retrospectiva de Raúl Ruiz; la primera tocata de Los Prisioneros; Las Yeguas del Apocalipsis con Pedro Lemebel y Francisco Casas; la Comisión Nacional de Derechos Humanos, que funcionó allí en dictadura; además de haber sido, de 1984 al 2007, sede del Instituto Chileno Francés de Cultura. Sin embargo, reconoce que le gusta mucho el segundo piso, donde se encuentran los retratos de las chicas del antiguo teatro de revista chileno Bim Bam Bum. Y es que cada una de las tres plantas actualmente habilitadas para el público cuenta una historia.
“Esto no es una escenografía. Estamos en el Chile de hace 50 o 60 años. Así era y así lo queremos mostrar”, enfatiza. Pues, este Liguria de Lastarria es todo un relato, que mantiene el espíritu de lo ya contado en los otros tres locales: Luis Thayer Ojeda, Manuel Montt y Pedro de Valdivia. Acá, los detalles que evocan un país de antaño se encuentran en todos lados, con decoración a cargo del Bazar de la Fortuna. Al entrar –en el hall– no podían faltar serigrafías de la Lira Popular. Luego, en el mismo primer piso, está el bar, una especie de cantina con algunas mesas. En el segundo piso, un salón más elegante, con una majestuosa barra. En el tercero, un espacio más informal y colorido, donde retratos de la Nueva Ola toman protagonismo, para luego dar paso a la biblioteca, donde hay pequeñas y cómodas mesas con sus sillas. Los baños, con sus detalles, no se quedan atrás. Todo en este Liguria conversa con algún pedazo de Chile, su imaginario y sus recuerdos.
¡A DESPERTAR!
Hace siete años, Marcelo caminaba por Lastarria con Merced, cuando vio que la casa que perteneció a la familia Valdés Freire tenía letreros que anunciaban su venta o arriendo. Ahí comenzó con un sueño que hoy es realidad. No obstante, despertar no fue nada sencillo. “Una vez que compramos este edificio, entré a la semana siguiente y comencé a vagar por acá. Sentí inmediatamente que este proyecto me quedaba grandísimo, y que necesitaba la ayuda de expertos en patrimonio y de arquitectos especializados. Soy bolichero de boliche, y esta cuestión es una casona que tiene mucha historia. ¡Huevón, muchas cosas ocurrieron acá! No puedo botar todo y hacer una escenografía”, recuerda.
Entonces, lo cerró y se fue a conversar con su amiga Micaela Navarrete, jefa del Archivo de Literatura Oral y Tradiciones Populares, la misma que le enseñó la Lira Popular. En ese momento, le dio un sabio consejo: que estudiara. “Para qué vas a contratar gente; mejor aprende y hazlo tú”, le dijo. Fue entonces cuando se matriculó en un diplomado de Gestión Cultural e Investigación del Patrimonio en la Universidad Alberto Hurtado, con el proyecto del Liguria Lastarria. “Lo presenté y lo defendí. Algo que me quedó súper claro de todo esto fue que trabajar con patrimonio era trabajar con la comunidad. Y desde esos años me acerqué a la junta de vecinos, con Tito Vergara, y le conté de este proyecto. En ese recorrido, lo que más me sorprendió es lo que uno es capaz de hacer. A todo nuestro equipo multidisciplinario le brillan los ojos, porque ya no sólo es hacer un restaurante: es trabajar con la historia”.
Y así comenzó un largo proceso lleno de detalles, en el que se fueron rescatando íconos de tiempos pasados, como parte del piso del segundo nivel, que tiene cerca de 120 años, al igual que el techo. Para preservar el parquet, hubo que sacar el suelo pieza por pieza, guardarlas, restaurarlas, protegerlas, enumerarlas y volver a ponerlas. “En Chile cuesta encontrar cosas que tengan una cantidad de años importante, sobre todo en los bares y restaurantes. Me impacta poder trabajar donde habitaron otros por muchas generaciones. Creo que eso está un poco vedado en el país, especialmente en Santiago, donde acostumbramos a botar y construir. Por eso, la protección patrimonial es tan importante, en conjunto con los vecinos. Los barrios tienen que ser usados por los ciudadanos, no cercados”.
El camino de tantos años ha sido intenso, según revela
Marcelo, mientras toma aire y se acomoda. Luego sigue y dice: “ha sido agotador, pero hemos tenido una respuesta hermosa de la gente, hemos recibido mucho afecto. Si bien acá muchos han trabajado en el Liguria, no se han acoplado totalmente al equipo, porque no les ha tocado trabajar juntos en esta locación. Por lo tanto, eso incide en el servicio, porque equipo y servicio son dos pilares muy grandes para nosotros. Por ejemplo, tener 100 personas esperando afuera es algo que no nos ocurre en los otros restaurantes. Casi todos los días –en total– hay entre 350 y 400 personas que esperan. Tenemos que lidiar con eso en buena onda, con alegría y pasión, pero también tenemos que lidiar con la ansiedad de nuestro propio equipo, de nuestros proveedores, vecinos, clientes, ciudadanos y con la ansiedad de la comunidad. No es tan fácil, pero sin duda ha sido una experiencia maravillosa, porque trabajar con patrimonio y chilenidad, en un barrio con características patrimoniales como éste, es único”.
Aunque la historia está recién comenzando, aún queda mucho por contar. Hay tres pisos de subterráneos en los que todavía se está trabajando. Allí habrá música, como al estilo de Manuel Montt, pero nada parecido a una discoteque. De hecho, el bar cerrará a la media noche, aunque podría hacerlo más tarde, todo para respetar el sueño de los vecinos de este barrio donde convive el comercio y lo familiar.
LA MEJOR EXCUSA
La gente toma su celular y saca fotos de la barra, de las murallas y de los diversos detalles que están colgados en las paredes. Otros ríen y comentan. Lo mismo pasa cuando llegan los platos o los bebestibles, que son parte de la misma propuesta que se encuentra en los otros Liguria. Salvo un par de excepciones, como un envolvente risotto de camarones, que de tanto en tanto está en el menú del día y que para llegar ahí estuvo un mes antes a prueba en Luis Thayer Ojeda.
¿Otras novedades? El destilado Trä-kal entró a la carta, lo mismo que el Negroni Nacional y el Trikahue, en honor a ese pájaro que lleva los mismos colores de este fresco cocktail a base de pisco y Bitter Araucano, maravilloso bajativo de sobremesa. El resto es la clásica carta, desarrollada por Álvaro Grossi, quien ya lleva siete años a cargo de estos fogones. Pero esta decisión no fue fácil y fue conversada durante todo un año. “En Thayer Ojeda tuvimos una cocina como de laboratorio, donde fuimos probando nueva tecnología y nuevos platos. Me di cuenta de que ésta es una nueva locación, un nuevo barrio, con nuevos clientes, vecinos, salones… y no podía ser todo distinto. Entonces, pensamos que había dos cosas que debíamos mantener: nuestra carta física-ideológica y la visualidad de nuestros trabajadores. Hay ciertas características que son propias del Liguria y creemos que hay que mantenerlas. Hay que insistir en el charquicán y en los porotos con mazamorra. Nosotros nos sentimos súper cómodos con nuestra cocina y sentimos que la gente que viene al Liguria también. Creemos que lo primero que tenemos que hacer en este barrio es clavar esta bandera de lo que nosotros interpretamos como la chilenidad. Entonces, acá debemos tener un picante de guata, unas papas chilotas, charquicán y las legumbres, también un tártaro y unas carnes, pero no perder el sentido de nuestro trabajo que es mostrar y poner en valor lo que parece ser que ha estado tan clandestinizado, que es la comida chilena”
¿A qué viene la gente al Liguria? pregunta Marcelo al aire y, al segundo, contesta. “No viene sólo a comer. La comida es importante, por supuesto, pero es un acto celebrativo. Hay gente que viene después de un funeral, porque lo patearon, porque empezó a pinchar con alguien y le viene a contar a las amigas. Un bar no es sólo venir a comer y tomar. Quizás las primeras semanas es venir a mostrarse, a la inauguración, al boliche de moda. Manuel Montt y Thayer Ojeda ya pasaron esa ola y a mí me interesa capear esta ola lo antes posible. Prefiero que vengas y sientas que estás en un pedazo de Chile y que es como tu casa, que sientas cierta seguridad y tranquilidad porque hay un servicio, un equipo, una chilenidad que te hace sentir parte de una comunidad”, detalla el dueño del local, haciendo mención en la última frase a los cuatro pilares de su reconocida marca.
Por eso, para Marcelo, el Liguria va más allá del plato, pues “la comida es una excusa para el contacto visual, conversar, tomarse la mano, ir afuera a atracar, embriagarse, ir al Biógrafo, a otro bar. Nosotros queremos ser una excusa más para que la gente salga y lo pase bien. No espero que venga a gastarse no sé cuánta plata y que esté acá cinco horas. No. Ésta es una excusa, siempre lo hemos hecho así, desde que partimos”, dice, mientras contempla a una coqueta chica del Bim Bam Bum que parece ignorarlo. Él, en cambio, no puede ignorar que la hora de despertar llegó ese martes de enero al medio día. El sueño ya quedó atrás. Ahora queda habitar el Liguria y comenzar a formar nuevas historias. Seguir siendo una excusa. La mejor y definitiva.